La enfermedad del hígado graso suele asociarse al consumo de alcohol, pero no siempre es la causa. En el hígado graso no alcohólico, la acumulación de grasa responde a alteraciones metabólicas y está estrechamente ligada a la obesidad y la diabetes. Una dieta rica en grasas y azúcares favorece este proceso y puede sobrecargar la capacidad del hígado para eliminar el exceso de lípidos. Como consecuencia, hasta el 80% de las personas con obesidad o diabetes desarrollan esta afección.
Otro factor de riesgo de esta enfermedad es el síndrome metabólico, un conjunto de alteraciones que aumentan la posibilidad de sufrir enfermedades cardíacas, diabetes o colesterol alto. Esta condición también favorece un exceso de síntesis de grasa en el hígado. La acumulación de lípidos puede dañar las células del hígado e iniciar un proceso de inflamación y, posteriormente, de reparación, en el cual las células dañadas son sustituidas por cicatrices. Esta fibrosis, cuando se acumula, puede derivar en cirrosis, una afección crónica que deteriora la función hepática e impide que el hígado trabaje adecuadamente.
La enfermedad del hígado graso no presenta sintomatología hasta que no llega a la fase de la cirrosis
Tener el hígado graso es muy común, aunque no siempre implica una enfermedad grave. Isabel Graupera, hepatóloga del Hospital Clínic Barcelona, explica que “hasta el 25% de la población tiene hígado graso, pero no todo el mundo que tiene grasa en el hígado acabará teniendo una cirrosis”. Puede aparecer a cualquier edad, aunque suele diagnosticarse entre los 50 y los 70 años. El principal problema es que evoluciona de manera asintomática hasta fases avanzadas. Marta Cervera, enfermera del Hospital Clínic Barcelon, advierte: “La enfermedad del hígado graso no presenta sintomatología hasta que no llega a la fase de la cirrosis”.
Este es el motivo por el que pueden surgir complicaciones. De hecho, el hígado graso puede dañarse silenciosamente durante veinte años hasta evolucionar a cirrosis. Los pacientes con factores de riesgo tienen más posibilidades de que la enfermedad progrese con mayor rapidez. Las principales complicaciones incluyen acumulación de líquido dentro del abdomen, hemorragia intestinal por varices esofágicas, pérdida de la función cerebral por la falta de eliminación de toxinas, insuficiencia renal e infecciones, todas ellas potencialmente mortales. Además, el hígado graso puede derivar en cáncer de hígado que, en fases avanzadas solo puede tratarse con un trasplante.
Para evitar estas complicaciones, es clave un diagnóstico precoz. La biopsia hepática es la prueba por excelencia para detectar la enfermedad, pero debido a su carácter invasivo, se han desarrollado otras herramientas menos invasivas. Entre ellas, los biomarcadores serológicos —moléculas de la sangre—, la ecografía abdominal, el TAC, la resonancia magnética y la elastografía de transición, una técnica similar a la ecografía que permite detectar y cuantificar la enfermedad de forma rápida y a bajo coste, además de facilitar su seguimiento.
Actualmente, no existe un fármaco específico para tratar el hígado graso, aunque varios ensayos clínicos están evaluando posibles tratamientos y se espera que en los próximos años se obtengan fármacos activos que frenen la enfermedad. La estrategia más efectiva para tratar el hígado graso es la pérdida de peso. Si bien la cirugía bariátrica y algunas técnicas endoscópicas pueden ayudar a reducirlo de forma significativa, la doctora Graupera advierte: “Un paciente con una cirrosis avanzada no podrá ir a cirugía porque el riesgo de la cirugía superaría los beneficios”. Por eso, el mejor tratamiento sigue siendo la adopción de hábitos saludables.
Un paciente con una cirrosis avanzada no podrá ir a cirugía porque el riesgo de la cirugía superaría los beneficios
La recomendación principal es seguir una dieta equilibrada y baja en grasas saturadas, evitando los azúcares, especialmente las bebidas azucaradas. El alcohol y el tabaco deben eliminarse. El ejercicio físico es esencial y, para que sea más efectivo, debe ser moderado o intenso al menos tres o cuatro veces por semana. Además, es importante reducir las horas de sedentarismo: caminar, subir las escaleras en vez de coger el ascensor o hacer pausas para mover el cuerpo durante el trabajo son pequeños cambios que marcan la diferencia. La enfermera Marta Cervera subraya: “Se ha demostrado que si la persona pierde entre un 5% y un 7% de su peso, podrá reducir la grasa del hígado”. Perder un 10% del peso corporal puede incluso revertir la enfermedad.
Además, un control óptimo de la diabetes, la hipertensión y el colesterol es importante para frenar su progresión y favorecer la recuperación. En casos de cirrosis, el seguimiento debe ser más estrecho para detectar posibles complicaciones. En esta fase, la calidad de vida y la autonomía del paciente suelen verse más afectadas, al tiempo que suele sentirse más estigmatizado. Por eso, seguir las recomendaciones médicas es fundamental para mantener un buen estado de salud.