Durante siglos, a la hora de informarse los europeos acerca de la muy lejana y enigmática China, no tenían más remedio que echar mano al extraordinario relato de los viajes del mercader veneciano Marco Polo, que, lo más seguro, no era más que una trola como una catedral, aunque, eso sí, genial, y que también incluía su paso por la todavía más exótica Mongolia.
Este libro de sus viajes que aún tiene lectores y que dio testimonio de la existencia de la muy real Ruta de la Seda, encendió la imaginativa y codicia de no pocos europeos dispuestos a seguir sus pasos. Su publicación, a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento, fue muy oportuna, pues invitaba a salir a buscar nuevos mundos, nuevos mercados y hasta desconocidas civilizaciones, acaso superiores a la nuestra.
También ha sido oportuna —¡y cómo!— la publicación poco antes de la muerte del papa Francisco de El loco de Dios en el fin del mundo, del ateo confeso Javier Cercas, por no hablar de Cónclave, la película protagonizada por Ralph Fiennes.
El repentino fallecimiento de Francisco ha eclipsado por unos días la omnipresente matraca mediática de Donald Trump y sus cohortes, al tiempo que ha servido para que uno se diese cuenta del enorme poder que aún conserva la Iglesia de Roma. Las iglesias en Occidente estarán cada vez más vacías en una sociedad escorada al laicismo, mas ahí sigue el Vaticano con su mensaje y su fe urbi et orbi. Hasta el mismísimo Trump lo tiene que reconocer.
Los primeros misionarios cristianos en Asia, allá por el siglo XVI, fueron jesuitas, siendo los más conspicuos el español Francisco Javier, el italiano Matteo Ricci o el portugués André Palmiero. Se trataba de un grupo de hombres realmente brillantes, la crema y la nata de la intelectualidad europea. Doctos todos en la doctrina de la Iglesia católica apostólica y romana, eran políglotas -griego, latín, hebreo y varias lenguas romances- y muy versados en las matemáticas y las ciencias, viajaron a Oriente con la misión de alumbrar a los asiáticos con la buena nueva de la fe cristiana.
A fin de conseguir sus propósitos evangélicos, vestían suntuosos ropajes de seda al estilo de los mandarines, que eran los que mandaban, y ante la ausencia en su legua de un término que equivalía a “Dios”, optaron por el vocablo tianzhu, que significaba “el señor del cielo”, amén de adoptar su mensaje a una especie de confusionismo más acorde con la manera de pensar de los chinos.
Durante los 145 años de este primer esfuerzo misionero de los jesuitas en China, nunca hubo más de 40 misioneros en activo al mismo tiempo. Lograron convertir a la fe verdadera a tan solo unas 6000 personas, en su mayoría plebeyos, ya que los mandarines se mostraron en todo momento reacios a abrazar semejantes creencias foráneas. El cristianismo fue proscrito en China en 1724.
Siempre anduvieron faltos de fondos y personal, por no hablar de gente tan brillante como el pionero Matteo Ricci y sus compañeros de primera hora, que aprendieron a dominar tanto el mandarín como el chino coloquial. De hecho, hubo sacerdotes que no tuvieron más remedio que echar mano a los servicios de un intérprete en el confesionario, lo que invalidaba dicho sacramento; o que se avalaron de una libreta que contenía un listado de pecados numerados, que el converso sólo tenía que señalar con el dedo… y tres avemarías y un padrenuestro.
China cuenta ahora con más de 50 millones de protestantes, cifra solo superada por Estados Unidos. Pero se diría que el mensaje universalista del papa jesuita Francisco también habrá llegado, de nuevo, a Pekín y a Mongolia, por mucho que no coseche nuevos conversos como el vicepresidente de Estados Unidos J.D. Vance.
Comienza en Roma el cónclave. Que Dios nos coja confesados, aunque sea con intérprete o IA. Se adimeten apuestas.